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El fuego de la memoria

Hace unas semanas falleció mi viejo. Tenía 89 años y vivía solo en la casa que habían comprado con mi mamá hace mucho tiempo atrás, antes de que yo naciera. Él trabajaba como psicoanalista, y atendía en una de las habitaciones de la casa. En nuestra vida era todo más o menos normal, mi papá era bastante reconocido en su campo laboral, mi mamá era docente en un colegio primario, y a mi nunca me había faltado nada; parecía todo bastante estable. Hasta que ya no.

A mis 17 años, mi mamá decidió empezar una nueva vida con el que era el mejor amigo de mi padre hasta ese momento. Le dijo a mi papá que estaba en una relación con él hacía tiempo y que no sabía cómo decírselo, pero que estaba enamorada, y que no soportaba seguir ocultándolo, resumiendo. Claramente yo no fui parte de esta conversación, pero mi casa era de paredes bastante finas, y pude escuchar la mayor parte desde la habitación de al lado.

Yo nunca volví a hablarle a mi mamá, y mi viejo quedó destruido. Por más de que él no se sinceraba mucho conmigo, se le notaba demasiado.

A pesar de este episodio, fui capaz de seguir con mi vida de una forma bastante “normal”. Estudié, conseguí trabajo, me casé, y pude formar una familia. Mi papá siguió con el psicoanálisis hasta los 71 años, y nunca se volvió a casar. A sus 83 le diagnosticaron Alzheimer, y desde ahí se volvió irreconocible.


Actualmente tengo 54 años, trabajo como encargado en una agencia de publicidad, y hace dos días me entregaron la casa de mi infancia como parte de la herencia por la muerte de mi padre, y en este momento estoy sentado en la habitación que solía ser su consultorio. Estaba completamente vacía, a excepción de un sillón, y decidí sentarme en él para simplemente pensar. Pensar en mi historia, mi pasado, mis experiencias, mi actualidad. Pensar en la ironía de que nunca asistí a ningún tipo de psicoterapia, debido a que me consideraba bastante escéptico al respecto. Ya no estoy tan seguro. Pienso en cada una de mis ideas sueltas como pequeñas pelotas alineadas entre sí, y las veo acumulándose en una sola, cada vez más grande, que me desafía, que me acecha, que me persigue, que me amenaza.

En un acto puro y exclusivamente de impulso, salgo rápidamente de la casa. Entro en mi auto y me dirijo a la estación de servicio más cercana. Mi cabeza maquina demasiado rápido, mucho más de lo que me gustaría, y sin darme cuenta ya estoy pagando 5 bidones de nafta junto con una cajita de fósforos, y vuelvo a la casa. En un abrir y cerrar de ojos me encuentro volcando el líquido de aroma sumamente fuerte en cada una de las habitaciones. Salgo de la casa, y por primera vez en los últimos 20 minutos, me detengo a pensar en lo que estoy haciendo. Acto seguido enciendo el fósforo, y lo arrojo, al igual que arrojo mentalmente esa pelota gigante de pensamientos y preocupaciones.

Al instante entró nuevamente a mi auto, y conduzco de vuelta a mi hogar. En el camino empiezo a llorar, no sé si de angustia, de culpa, o de alivio. Lo único que sé es que agarré mi celular y le mandé un mensaje a mi mujer.

-”Laura, creo que quiero empezar terapia”-.

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