Deriva
- Malena Iglesias
- 26 oct 2020
- 4 Min. de lectura
El océano se mece con calma en un mecánico vaivén. Ya he estado aquí antes, o al menos mi pecho palpita al son de una sensación similar a esta muda canción de olas uniformes que no lloviznan sobre el rostro.
No llevo brújula alguna y mi bote carece de remos con los cuales alterar el curso. Es curioso cómo a pesar de mi inexperiencia náutica, la deriva me resultaría menos desesperante de poder direccionarla… aunque escogiese mi camino a ciegas al menos sentiría la paz de haberla determinado por voluntad.
El agua a mi alrededor besa el bote, pero luce tan densa y uniforme que eriza mi piel. Me siento incómoda ante su ilegibilidad. Lo que yace tras el manto estrictamente superior debería de traslucirse al menos unos centímetros, pero todo lo que se halla bajo el mismo parece perderse entre el mórbido cuerpo de una abrasadora masa petrolera.
He mojado mis dedos un par de veces en el trascurso de mi incierta travesía, pero estos más que arrugarse, abandonan el agua tan brillosos como si hubiesen tanteado las mejillas satinadas de la vía láctea.

Las preguntas azotan mi mente con la fuerza de la que carece la marea, pero no hay quién las responda más que mi propio subconsciente atormentado y mis desesperados impulsos incoherentes. Sin pensarlo, formo un pequeño cuenco con mis manos y recojo un poco de aquel anónimo líquido imitador, acercándole a mi rostro con lentitud. Bebo con recelo, apenas humedeciendo la punta de mi lengua. Sabe a metal, como la sangre que escurre de una cortada.
No escupo el líquido a pesar de estar asqueada, prefiero saborearle todo lo que pueda antes de dejarlo bajar por mi garganta y volver a quedarme sola y vacía de exterior, pero en mi desagradable éxtasis olvido que he tomado muy poca cantidad, y mi propia saliva termina por absorber las insignificantes gotas antes de que mi garganta pueda articularse.
El silencio engulle el viento y mis labios saben a clavo. Ansío el insufrible chirriar de las gaviotas pesqueras perforando mis tímpanos como cuando era pequeña y sujetaba las rugosas manos de mis abuelos en lo que nos adentrábamos al mar colmado de personitas lejanas. Ambos apretaban con fuerza mis diminutos dedos, como si temiesen que la corriente fuera a arrastrarme en un patético pero mortal descuido fugaz. Ahora, sola y pérdida, no fantaseo más que con transformarme en sirena. Nadaría hacia ellos y chapotearía a su alrededor con mi preciosa cola escamada, salpicándoles y riendo en el idioma de los delfines.
Me incorporo otra vez y al observar el horizonte fuerzo a mis pulmones a que aspiren más de lo que pueden contener. Caigo en cuenta de que alucino… o por azar del destino, realmente diviso tierra.
Allá a lo lejos, veo alzarse cual ángel majestuoso a una costa llana y extensa, de arenas blancas y pasturas verdes. Grito extasiada para luego toser entre maníacas risas de alegría, y tan pronto como mi cuerpo me lo permite, zambullo mis brazos en el agua y les muevo a modo de hélice para apurar el flujo de mi desdichado bote. Ya nada parece existir más allá de mí y esa isla. Mi diosa, mi madre: Mi isla.
A medida que me arrimo a ella, observo como allí, dos gigantes de piedra carcomidos por el tiempo y la desidia se hallan inmortalizados en un eterno preámbulo bélico. El izquierdo ha perdido medio torso y el rostro del derecho carece de cualquier rasgo identificable, tan vacío e impoluto como el material en el que fue tallado. Pero sus faltas no han de importarles, pues sus puños permanecen en vuelo, y solo perderá la contienda quien les deje caer primero.
Debajo de ellos, cual soldaditos de juguete en manos de un niño, dos pequeños cuerpos parecen divisarme, tan inmóviles e imperturbables como antiguos gigantes de piedra.
Pienso en cómo se vería dios si fuese aquel quien se parece en las orilla… ¿Dejaría que el agua besase sus pies como un apacible pescador o rompería la corriente conformando un árido círculo alrededor de sus tobillos?
Aún no alcanzo a verles, pero estoy segura de que los conozco. Determino que aquellos son mis abuelos… lo sé. Él con su ridículo piluso beige y la bermuda bordó empapada, y ella con aquella vieja enteriza fucsia y la espalda terriblemente blanca de bloqueador. Me esperan desde hace mucho, pero no están buscándome.
Mis hombros arden del esfuerzo. Estoy tan cerca que de ser por mí no me importaría romperlos… pero no avanzo. Noto como la corriente tira de mí con una fuerza despiadada, casi sardónica, mientras que poco a poco una ola en reversa, nacida desde la costa, magnánima y entrópica se forma en mi dirección. Tanto crece que supera ampliamente mi campo de visión, borrando a mis abuelos y a aquellos gigantes guerreros de mi vida con una lentitud tan viva que resulta asfixiante.
Dejo de pelear, por mucha fuerza que imponga el mar seguirá riéndose en mi rostro. Soy patética, para él y para mí. Me recuesto en el fondo del bote y cierro mis ojos, haciéndome a la idea de que mi única opción viable es dormir al son de las olas.
“Sálvame. Transfórmame en sirena, en gaviota o en espuma, pero sálvame.”
No pienso más que en agua, lo cierto es que tengo mucha sed, pero al relamerme los labios compruebo que mis lágrimas saben a plata también.
La peor parte de estar a la deriva, es morir de sed.
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