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Mi hogar es un museo

Cual hada de los dientes

recolecto perlas ocultas

en escondites cotidianos.


Las calles son escaparates

llenas de tesoros irrepetibles

que las ráfagas de los motores

esparcen por los carriles.


Escrutar el pavimento

es una preciada lotería

por eso reniego de marcharme

a sabiendas de que podría ser testigo

de un objeto pululante

que florezca entre el pedrerío.


Los basureros imitan a los cofres

y yo me declaro corsaria

de cada joya despreciada

por carecer de brillo

en mil formas que no asemejan

a ovales brazaletes y anillos.


Por la noche regreso

cargada de premios.

Los brazos pesados,

el alma ligera,

la mente en desvelo


El esfuerzo de barrer con la puerta

un vasto caudal sin río

es siempre un plácido alivio

pues confirma

que todo permanece inmóvil,

por siempre mío.


Cada cosa tiene nombre

y cada nombre tiene un cuerpo,

todas susurran, no braman.

Cuentan cuentos.


Mis hijas están hartas

me declaran enferma

detestan mis cosas, mi casa.

Mi patio y mi terraza

Mis expediciones.

Mis hallazgos y mis amados retazos

de la historia de cada pieza

no comprenden que son estrellas,

estrellas caídas

que ansío mantener vivas,

ardientes y complejas

en su insuperable simpleza,

carentes de juicios sucios hacia mis ilusiones,

disfrazados de críticas y moralejas.


¡Oh! ¡Qué bendita dicha,

si ellas hubiesen de ser muñecas!

Inanimadas pobladoras

de un paisaje desenfocado.

Tan silentes e impasibles

como faraones encriptados.

Sus rostros estáticos

sus ojillos delicados

abarrotándose de pelusas polvorientas

sin parpadear ni pedir clemencia


Mi casa es un museo,

mi alma un anaquel,

mi mente un río Lete,

mi memoria

un desértico papel.


Moriré bajo el derrumbe

del peso de mis días.

El más dulce de los sepulcros

es el museo de mi vida.

 
 
 

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