Muestro el mundo.
- Santiago Pereira
- 23 oct 2020
- 2 Min. de lectura
Soy una ventana. A través de mí, la familia ve el mundo exterior. Estoy incrustada en la pared, desde que están ellos estoy yo. Este año los acompañé en cada momento, los más mundanos y olvidables y los que quedarán para siempre. Y así como yo soy siempre la misma, ellos son siempre los mismos. Conozco cada gesto suyo, los ví tantas veces que puedo hasta predecirlos. Del otro lado de mí está todo el mundo exterior.

Este año, más que nunca estuve con ellos. Los primeros meses de calor, parecían como cualquier otro. Durante unos días no estuvieron, como siempre, pero siempre vuelven. Otro año más, qué se le va a hacer. Pasa. Pero en el tercer mes, cuando el más chiquito de ellos empezó a ir a la escuela, recuerdo que la madre y el hijo mayor me miraban con cada vez más horror y preocupación. Y no era para menos. Yo les infundí paranoia, inseguridad y miedo. Les exhibí las imágenes más crudas del sufrimiento humano. Hasta que un día les traje seguridad. De un día para el otro, así como así, se sintieron a salvo. Rejuvenecidos. Eso sí, me miraban más que nunca. ¿Qué otra cosa iban a hacer?
Fueron pasando días, semanas, meses. La rutina era siempre lo mismo. Nunca me habían usado tanto, me sentía importante. Pero la sensación de seguridad que yo les había dado se iba desvaneciendo. ¿Pero por qué? ¿No era ésto lo que querían? Algo extraño, que no veía hace rato, empezó a ocurrir. Mientras los menores dormían en la pieza, los padres discutían adelante mío, cada noche con tonos más desesperados. A esta altura ya hacía frío, pero no prendían más el aire acondicionado frío/calor como siempre.
Un día me cansé de verlos así y decidí ponerle fin a toda la situación. ¿Ya no querían seguridad? Adelante, hagan lo que ustedes quieran. Parece que lo que les muestro ya no les sirve para entender que afuera hay un mundo hostil, feo y que hay que tenerle mucho miedo. Y efectivamente sentían miedo al salir, pero ya no tenían otra opción. Las discusiones seguían. Un día el padre llegó con una terrible noticia, y desde ese día ya no hubo más discusiones, solo tristeza. La situación ya no daba para seguírsela ocultando a los menores: además, al menos al más grande, yo se la contaba. Él no entendía mucho, pero se preocupaba también.
¿Qué es de ellos hoy? No sé. Hace unas semanas me vendieron. A mí, que era lo más valioso que tenían. Tantas alegrías les dí, y me echaron por unos pesos! Un televisor de 64 pulgadas, pagado en cuotas ¡durante años! Hoy estoy con otra familia, bueno. La vida sigue. Pero hasta un punto se lo merecen, ¿no? Siendo tan vulnerables, decidieron prestarle más atención a la realidad que yo les contaba que a la que se caía a pedazos alrededor de ellos, y sostuvieron la fantasía hasta que no pudieron más. Yo puedo influir en la realidad, pero no soy amo y señor de ella. Algunas cosas son inevitables aunque yo no las quiera contar. Bah, hoy sí las cuento, pero ya no importa mucho. Yo voy a seguir acá por mucho tiempo más. ¿Ellos también? Esperemos que hayan aprendido la lección.
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